
La fábula es un estilo literario clásico y fantástico,
caracterizado por la enseñanza de determinados valores, considerados
importantes para la sociedad de cada momento. Estas fábulas para niños y para
el público en general, se caracterizan por su brevedad, por su ritmo narrativo,
y por la didáctica de sus historias en forma de moraleja o alegorías. Se dice
que las fábulas ya fueron cultivadas por los primeros hombres de la antigüedad,
época en la cual destaca por encima de todos los fabulistas el griego Esopo,
aunque su éxito rotundo lo alcanzarían en la Edad Media, gracias a escritores
tan famosos como el escritor español Félix María Samaniego o el francés Jean de La Fontaine.
Incorporamos al Bosque de las Fantasías esta nueva sección de
fábulas cortas para niños actualizadas, que no os debéis perder, si bien no
necesariamente como contenido de rigurosa calidad didáctico-educativa (debido a
la antigüedad de la mayoría de las fábulas cortas que se conservan), sí por la
inmensa riqueza de su valor histórico, literario y cultural.
La fantasía y aventuras que rodean a la mayoría de fábulas
infantiles, junto a los personajes singulares y maravillosos que las habitan,
reivindicaban ya su presencia en El Bosque.
LA LEONA FIERA
Hubo una vez una leona muy feroz que vivía en un bosque. Aquella
leona era tan fiera, tan fiera, que el resto de animalillos del mismo vivían
asustados evitando cada día el cruzarse con ella.
Y es que la leona se dedicaba a cazar cachorros de todas las
especies para saciar su hambre y sin preocuparse ni un momento por la tristeza
que aquello pudiera generar en sus vecinos. La leona consideraba que no había
carne más rica y suculenta que la de los cachorrillos del bosque y se dedicaba
a perseguirlos y a amenazarlos de día y de noche. Tampoco respondía a las
súplicas de sus vecinos, que pedían constantemente a la leona que dejase de
atemorizar a sus cachorros. “¡Deberíais sentiros afortunados de que los
prefiera a ellos antes que a vosotros!”, les respondía continuamente la leona.
Quiso la vida que, con el tiempo, aquella leona también tuviese
cachorros. ¡Qué contenta se sentía al verlos crecer y sentirlos a su lado!
¡Cuánta compañía tenía! Adoraba jugar con ellos y el simple hecho de poder
contemplarlos mientras se divertían o dormían plácidamente.
Pero un día, entre tanta felicidad, llegaron al bosque unos
cazadores que pretendían apoderarse de sus pequeños cachorros. Cada vez que
amanecía, la leona tenía que echarse sobre el lomo a los cachorros y hacer mil
peripecias para escapar de aquellos temibles cazadores.
Cansada de esconderse y convencida de que ya no les quedaban a
los cazadores muchos rincones por explorar, la leona decidió pedir ayuda a su
vecinos los animales del bosque. ¡Qué desconsuelo y qué tristeza sintió la
leona al ver que ni uno solo de sus vecinos abría la puerta de su casa! Y es
que la leona no había tenido ninguna consideración con aquellos animales y el
tiempo le pagó con creces su actitud.
Pero tranquilos, amiguitos, que los cachorros de la leona no
sufrieron ningún daño, y comenzaron una nueva vida en otro bosque y con otra
actitud: la de hacer muchos amigos y nuevos vecinos a los que querer y respetar
por siempre.
LA INCREÍBLE ESTRELLA DE MAR
Estrellita del mar era muy bella, por dentro y por fuera. Todos los demás
habitantes del océano eran testigos de dicha belleza, y se lo hacían saber casi
cada día al cruzarse con ella. Era muy admirada y querida bajo el fondo del mar
y, sin embargo, Estrellita estaba triste.
Cuando salía a la superficie del mar, Estrellita contemplaba el
cielo y envidiaba el brillo y la luminosidad de aquellas estrellas. Compartían
nombre, pero Estrellita se sentía mucho más fea e inferior que ellas. Cada vez
que se asomaba por fuera del mar, y también cuando no, deseaba con fuerza
convertirse en una de aquellas estrellas brillantes y luminosas del firmamento.
Y a veces era tan fuerte el deseo, que la comía por dentro.
Un pez amigo suyo, que observaba su desdicha, le dijo:
·
Estrellita, no tienes nada que envidiar a tus hermanas del
cielo, porque tu belleza es tan brillante o más que la de ellas. Tú eres
valiosa por fuera y por dentro.
Estrellita, aunque agradecida por las palabras de su amigo, no
se convenció, y continuó triste soñando ser de otra forma. Suspiraba noche tras
noche y se recreaba en su tristeza contemplando el cielo, cada vez un poquito
más triste.
Hasta que un día, Estrellita soñó que era una estrella del
Universo, esa con la que tantas veces había soñado. Pero el mar se veía
entonces muy lejos, y sus amigos quedaban atrás, no pudiendo ni siquiera
saludarlos. También estaba lejos del resto de estrellas del cielo, a pesar de
que desde el agua parecían amontonarse y estar todas muy unidas. Y no se sintió
dichosa allí en el cielo.
Al despertar de aquel sueño, Estrellita
comprendió lo que aquello significaba, y es que nadie es perfecto ni puede
estar siempre dichoso, y por ello tenemos que aprender a querernos como somos,
no enviando nunca a los demás. Solo ese es el camino para poder ser felices, en
el cielo, en el mar, o en cualquier otro lugar.
DON GANGREJO Y CANGREJÍN
Érase una vez dos cangrejos que vivían en la orillita del mar. Uno de los
cangrejos era ya mayor, Don Cangrejo, y el peso de sus años solo podía
compararse a la grandeza de su cuerpo. El otro en cambio, Cangrejín, era joven,
debilucho y pequeño, pero también muy bello. A pesar de sus edades, los dos
cangrejos gustaban de salir a pasear por la orilla del mar, sabedores de que
muchos otros animalitos marinos se asomaban solo para poder contemplarlos. De
manera que allí estaban las medusas, los peces, las estrellas de mar, los
delfines…todos pendientes del desfile casi diario que realizaban estos pequeños
animales.
Pero la actitud a la hora del paseo era muy distinta en el
cangrejo viejo que en el cangrejo joven. Estaba tan orgulloso este cangrejo de
sus años, de su robustez y de su apariencia, que caminaba siempre con aires de
grandeza, sintiéndose más, incluso, que su propio amigo y acompañante. Tan
arrogante podía llegar a ser su actitud, que un día, ni corto ni perezoso,
decidió reprocharle a su amigo los andares que llevaba por la playa, como si
anduviera cojeando y de costado.
·
¡Por qué no aprendes a andar como debe ser, cangrejo tonto!- le
decía el cangrejo mayor- ¡Vamos a hacer el ridículo por tu culpa!
Qué tristeza sintió el cangrejo más joven al escuchar aquellas
palabras. También se compadeció de su amigo, que en su afán de creerse mejor
que ningún otro animal marino, ni siquiera era capaz de darse cuenta de que
todos los de su especie andan de lado y con las patitas curvadas, para
protegerse así de cualquier posible enemigo corriendo más veloces. Tan
pendiente estaba el cangrejo viejo de sacar defectos a los demás, que no
conseguía ver que él tampoco era perfecto.
Y es que amiguitos, como reza un famoso refrán, es muy, muy
importante que, antes de ver “la paja en el ojo ajeno”, veamos “la viga en el
propio”.
LA GALLINA DE LOS HUEVOS DE ORO
Dicen que la avaricia rompe el saco. Un buen ejemplo es del hombre que hubo una
vez, cuya gallina todos los días le ponía un hermoso huevo de oro.
Aquel hombre, feliz por ser el dueño de tan increíble animal,
imaginó que se haría rico con el tesoro que aquella gallina debía albergar en
sus entrañas. Ni corto ni perezoso decidió sacrificar al pobre animal para
poder comprobar cuánto brillaba el tesoro de la gallina. Sin embargo, al
abrirla pudo comprobar con sus propios ojos, como aquella gallina era igual por
dentro que aquellas que no ponían ni un solo huevo extraordinario. Y de esta
forma fue como el hombre de la gallina de los huevos de oro, se privó de su
gran fortuna.
Qué gran mensaje y lección para las personas egoístas…De la
noche a la mañana, el rico se vuelve pobre por no conformarse con lo que gana.
EL CABALLO Y LA CABRA
Vivieron en una ocasión y en una mismo establo un caballo y una cabra. Al
caballo siempre le sacaban a pastar y a pasear muy temprano por un camino
precioso y lleno de hierba tan fresca y rica como jamás se había visto por la
zona.
Al contrario que al caballo, a la cabra la sacaban a pastar por
un prado situado en un camino muy lejano y conformado por hierbas tristes y
secas.
El caballo, presuntuoso y altivo, en lugar de sentir lástima por
su compañera la cabra, tendía a burlarse de ella y de su situación:
·
Es increíble cómo eres capaz de pastar por esos caminos aislados
y tan poco agradecidos. Yo no podría pastar donde tú lo haces. ¡Se atragantaría
mi brillante y suave cuello! La buena noticia es que yo no tendré que hacerlo,
porque no soy una insignificante cabra.
La cabra, por su parte, dejaba que el caballo se desahogara con
sus maleducadas palabras con un sabio silencio por respuesta. Pero un día todo
cambió para ambos. En el establo metieron de buena mañana a un caballo tan
fuerte, que casi parecía un roble, y desde entonces, las mejores hierbas fueron
para él. El caballo viejo y arrogante tuvo que acompañar en lo sucesivo a su
compañera la cabra a la hora de comer, a la que tanto había humillado.
·
Así que tú no podías comer ni comerías por nada del mundo la
hierba de estos caminos, ¿no? Pues no sé qué haces aquí entonces comiéndote mi
preciado sustento…- Dijo la cabra irónicamente mientras contemplaba al
desdichado caballo.
El caballo compendió poco a poco, junto a su compañera la cabra,
que en la vida es muy importante no decir nunca el de este agua no beberé. Porque…,
¡nunca se sabe lo que puede pasar!
LA LIEBRE Y EL VIOLÍN
Hubo una vez una liebre que vivía en un bosque y que disfrutaba enormemente con
todo aquello que la rodeaba. Aquella liebre sabía disfrutar de la vida, y cosas
tan sencillas como mirar los elementos de la naturaleza o al resto de animales
del bosque, la colmaba de felicidad.
Aquella liebre encontró, en una ocasión, un viejo violín
abandonado en una de tantas excursiones que realizaba para explorar cada uno de
los rincones del bosque. No dudó en toquetear sus cuerdas como podía, en busca
del atractivo de aquel instrumento, y en busca también de pasar un rato
divertido más.
La liebre aprendía muy rápido, y tanto gusto le cogió a tocar el
violín, que día y noche procuraba distraerse con su música. Pero aquella música
no era miel para todos los habitantes del bosque que, cansados de escuchar sus
recitales a todas horas, comenzaban a sentirse incómodos con la actitud de su
amiga la liebre.
·
¡Vamos liebre! Deja de tocar ya un poco ese violín, y
acompáñanos a buscar provisiones para el invierno, que ya está cerca. – Dijo
una vecina.
Pero la liebre no hacía caso a nadie, tan entusiasmada como
estaba con su violín, y continuó tocando aquellas viejas cuerdas sin parar. La
liebre buscaba aprender a tocar bien el instrumento, porque le encantaba
superarse a sí misma y aprender cosas nuevas, pero tanto se cegó con aquel
violín que no supo darse cuenta de que el invierno ya estaba llegando.
Cuando por fin llegó, la liebre se dio cuenta de que no iba a
tener nada que comer porque no había recolectado nada para hacerlo, y tuvo que
ir a casa de sus vecinas a pedir alimentos. Afortunadamente, la liebre seguía
siendo querida por todos sus vecinos del bosque y no dudaron en darle cuanto
necesitaba, pero ella comprendió con aquello que no había obrado con
responsabilidad y que había sido muy egoísta. Entonces, para corresponder a
todas aquellas buenas amistades, la liebre (que ya dominaba el violín como el
mejor de los músicos de tanto que había practicado) no dudó en dedicarles
preciosas canciones a todos en señal de gratitud.
¡Qué rápido pasó aquel invierno y qué bien lo
pasaron todos!
LA BALLENA PRESUMIDA
Se cuenta que hubo una vez una ballena tan hermosa y perfecta, que todos
aquellos que la observaban quedaban cautivados con sus gráciles movimientos y
con el brillo de su escurridiza piel. Era tal la sensación que provocaba en los
demás seres vivos, que no dudaban en regalarla alabanzas y palabras bonitas,
haciendo con ello, y sin querer, que la ballena fuese cada vez más y más
presumida y pagada de sí misma.
Aquella
ballena se pasaba medio día frente a su espejo en el fondo del mar, y la otra
media arreglándose las barbas en la superficie, ignorando a cuantos se
acercaban a ella educadamente tan solo para agradarla. Tan coqueta se volvió la
ballena, que fue agriando cada vez más su carácter, adquiriendo una soberbia y
un orgullo poco adecuado para convivir con los demás…:
·
Soy el ser más precioso del mar. ¡La
ballena más elegante, bella y refinada que jamás se ha visto! Soy el ser más
precioso del mar…- Repetía una y otra vez la ballena presumida a modo de
cancioncilla.
De
este modo, la ballena se alejaba cada vez más del resto del mundo, aislándose
en su propio planeta lleno de egoísmo y arrogancia. Y así transcurrían los días
plácidos de la ballena, hasta que un día, tuvo la mala suerte de toparse con
unos pescadores desalmados que no dudaron en tender sus redes sobre ella. Tan
grande era la red y tan fuerte la forma en que la ballena infravaloraba a todo
el mundo, que sin ninguna dificultad consiguieron atraparla en su red. Qué
asustada se veía a la ballena, que a pesar de su gran cuerpo, era incapaz de
buscar la forma de zafarse de ella… Afortunadamente, todos aquellos seres vivos
que la admiraban y la regalaban palabras bonitas cada día, fueron testigos de
su captura y, sin dudarlo, se abalanzaron sobre la red hasta destrozarla y
conseguir liberarla.
La
ballena quedó muy agradecida con la actitud de todos sus vecinos y aquello le
sirvió para aprender a querer y para respetarlos a todos, olvidándose de los
peligros del egoísmo, del orgullo y del desprecio.
EL DINOSAURIO TORPÓN
Existió una vez un dinosaurio, apodado Dino,
que era tan grande como un castillo. A pesar de su tamaño Dino era un
dinosaurio bueno y muy feliz, y amaba tanto a la naturaleza que era
absolutamente incapaz de hacerle daño ni a un molesto mosquito. Se pasaba el
día tan alegre que saltaba y danzaba por doquier animando a cuantos pasaban a
su alrededor.
Sin embargo, un día ocurrió un accidente terrible. Dino, en uno
de sus joviales paseos, pisó sin querer, con su gran pie, una preciosa flor que
había junto al camino. La bella flor no pudo soportar la fuerza de aquella
pisada, y aquel terrible accidente supuso el fin de la alegría para Dino. A
pesar de que todos le animaban diciéndole que había sido un percance
desafortunado y que podía haberle pasado a cualquiera, Dino no se consolaba y
no se perdonaba a sí mismo el no haber estado más atento.
De esta forma, Dino se sentía cada vez más triste y desolado, y
sus vecinos que le querían mucho, no podían aguantar aquella situación. De
manera que decidieron tramar un plan para acabar con la tristeza de Dino, pero
no eran capaces de dar con él.
Hasta que un día a un saltamontes se le ocurrió lo siguiente:
·
Tal vez la solución sería que Dino caminase de un lado a otro
dando saltos y cabriolas, como a él le gusta. De esta forma, no podrá hacer
daño nunca a nadie más- Exclamó orgulloso de su idea.
Y tenía motivos para estar orgulloso, ya que a todos les pareció
una fantástica idea, incluso al mismísimo Dino que, a partir de entonces, fue
de acá para allá saltando y bailando siempre, y con muchísimo cuidado, de
puntillas. Y de esta sencilla forma, Dino recuperó su alegría y se reconcilió
con la naturaleza a la que tanto quería.
LAS DOS MARIQUITAS
Érase una vez un jardín en el que vivían dos hermosas mariquitas. Estas
mariquitas, con el paso del tiempo, se habían convertido en unas inseparables
amigas. Una de las dos tenía un ala con tres puntos negros como el azabache. La
otra tenía aún más: siete puntos negros como el azabache. Y así, observándose
la una a la otra pasaban el día, compitiendo a ver cuál de las dos era las más
perfecta y la más bella.
·
¿Es que no has visto que yo tengo las alas más bonitas que tú?
Los puntitos de mis alas son más negros y perfectos- Decía una.
·
¡Pero si solo tienes tres! Ya te gustaría a ti tener siete, como
yo, e igual de bien puestos y brillantes- Dijo la otra.
En uno de los días en los cuales las dos mariquitas discutían de
forma tan trivial, apareció un gran y peludo abejorro que sobrevolaba el jardín
con la firme intención de darse un festín de mariquitas voladoras. Al verle,
las mariquitas se asustaron muchísimo y corrieron para ponerse a salvo tras un
matorral. En el camino, y con las prisas, se engancharon las alas entre ramas
espinadas, y aquello fue el fin de sus discusiones frívolas y vanidosas.
Sobrevivieron al peludo y hambriento abejorro, pero les sirvió para comprender
que la belleza es efímera al contrario que la amistad nacida del corazón.
LAS DOS CARAS
Érase una vez un oso que vivía entre la espesura del bosque. Habitualmente,
este oso demostraba una gran valentía en cada uno de sus actos, y dicha
valentía sumada a su fuerte y gigantesco cuerpo, hacía que ningún otro animal
se atreviera a enfrentarle. Se dice que medía de pie casi tres metros de largo
y que su fuerza podía aplastar incluso a los hombres.
·
Soy el oso más valiente y fuerte del mundo. ¿Acaso existirá
alguien capaz de hacerme frente en algún lugar? – Vacilaba frecuentemente el
oso, aplaudido por todos los animales del bosque que tendían a acobardarse con
su mera presencia.
Sin embargo, a la espalda del oso valiente todos discutían en la
búsqueda de un remedio que atemorizara al animal, por raro que fuese,
convencidos de que algo tenía que ser capaz de acobardarlo.
·
¡Pero si es el más valiente del mundo! ¿Qué podría asustarle? –
Se planteaba angustiado un oso de su misma especie.
Entre todos eran incapaces de dar con una solución, hasta que un
día estalló una gran tormenta. Los relámpagos eran inmensos y venían
acompañados de truenos que hacían temblar la superficie de la tierra. Y cuál
fue la sorpresa de los animalillos del bosque al observar que el oso temido y
valiente salía despavorido de su cueva, aterrorizado con el estruendo de
aquella tormenta, pidiendo auxilio con fuertes y lastimosos rugidos.
Aquel día todos los animales del bosque, menos el oso, fueron
felices. Nunca jamás habían disfrutado tanto de una tormenta, y es que habían
dado con aquello capaz de atemorizar al oso vacilante y burlón que se creía el
más fuerte del mundo.
LA CIGARRA Y LA HORMIGA
Érase una vez una descuidada cigarra, que vivía siempre al día y despreocupada,
riendo y cantando, ajena por completo a los problemas del día a día.
Disfrutaba de lo lindo la cigarra del verano, y reíase de su vecina la hormiga,
que durante el período estival, en lugar de relajarse, trabajaba duro a cada
rato, almacenando comida y yendo de un lado a otro.
Poco a poco fue desapareciendo el calor, según se avecinaba el
otoño y sus días frescos, y con él fueron desapareciendo también todos
los bichitos que la primavera había traído al campo, y de los cuales se había
alimentado la cigarra entre juego y juego. De pronto, la desdichada cigarra se
encontró sin nada que comer, y cansada y desganada, comprendió su falta de
previsión:
·
¿Podrías darme cobijo y algo de comer? – Dijo la cigarra
dirigiéndose a la hormiga, recordando los enseres que esta última había recolectado
durante el verano en su hormiguero.
·
¿Acaso no viste lo duro que trabajé mientras tú jugabas y
cantabas? – Exclamó la hormiga ofendida, mientras señalaba a la cigarra que no
había sitio para ella en su hormiguero.
Y así, emprendió de nuevo el camino la cigarra en busca de un
refugio donde pasar el invierno, lamentándose terriblemente por la actitud
perezosa e infantil que había llevado en la vida.
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