Para fomentar la lectura en los niños es recomendable empezar con cuentos infantiles cortos que traten de aventuras divertidas y que capten la atención de los niños. De esta forma, los niños se divertirán a la vez que empiezan a cogerle el gusto a la lectura. |
Los relatos cortos con son los mejores para empezar a leer con los niños. Aunque hay multitud de cuentos tradicionales que son esenciales y que todo niño debería conocer, ya que han ido pasando de generación en generación.
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CUENTOS
EL LOBO Y LAS SIENTE CABRITAS
Como todos los días mamá cabra se fue a trabajar. Les pidió a sus siente hijitas que no les habrieran la puerta a extraños, especialmente al lobo feroz.
Las cabritas estaban dispuestas a hacer caso a la advertencia de su mamá. Pero ¿Quién llamo a la puerta?.
La voz era suave como la de mamá cabra, pero la mas joven de las cabritas vio unas patas marrones, se dio cuenta que eran del lobo y le dijo que se fuera.
¡La panza del lobo hacia ruido por el hambre que tenía! fue a la panaderia y puf, se pintó las patas con harina.
El lobo insistió con las cabritas, al ver las patas blancas y oir la dulce voz, las cabritas pensaron que era su mamá y confiadas, abrieron la puerta.
El lobo se lanzó sobre ellas y ¡glup! las devoro sin si quiera masticarlas. Por suerte, la cabrita más joven alcanzó a esconderse en un baúl.
¡Oh, no! mamá cabra volvio a su casa y se preocupó cuando vio que sus hijas no estaban.
La cabrita mas joven salió y le contó lo sucedido. Entonces mamá cabra tomo hijo, tijeras y piedras.
En silencio, snip, snip, la madre corto la panza del lobo mientras dormia. Las cabritas se escaparon y la madre puso las piedras en la panza del lobo, luego la cosió.
¡Uf! cuando despertó, el lobo estaba tan pesado que no se podia mover. Al darse cuenta de lo que paso, ¡Resolvio no comer más cabritas!.
CAPERUCITA Y LAS AVES
Aquel invierno fue más crudo que de ordinario y el hambre se hacía sentir en la comarca. Pero eran las avecillas quienes llevaban la peor parte, pues en el eterno manto de nieve que cubría la tierra no podían hallar sustento |
Caperucita Roja, apiadada de los pequeños seres atrevidos y hambrientos, ponía granos en su ventana y miguitas de pan, para que ellos pudieran alimentarse. Al fin, perdiendo el temor, iban a posarse en los hombros de su protectora y compartían el cálido refugio de su casita. |
Un día los habitantes de un pueblo cercano, que también padecían escasez, cercaron la aldea de Caperucita con la intención de robar sus ganados y su trigo. |
-Son más que nosotros -dijeron los hombres-. Tendríamos que solicitar el envío de tropas que nos defiendan.
-Pero es imposible atravesar las montañas nevadas; pereceríamos en el camino -respondieron algunos.
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Entonces Caperucita le habló a la paloma blanca, una de sus protegidas. El avecilla, con sus ojitos fijos en la niña, parecía comprenderla. Caperucita Roja ató un mensaje en una de sus patas, le indicó una dirección desde la ventana y lanzó hacia lo alto a la paloma blanca.
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Pasaron dos días. La niña, angustiada, se preguntaba si la palomita habría sucumbido bajo el intenso frío. Pero, además, la situación de todos los vecinos de la aldea no podía ser más grave: sus enemigos habían logrado entrar y se hallaban dedicados a robar todas las provisiones.
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De pronto, un grito de esperanza resonó por todas partes: un escuadrón de cosacos envueltos en sus pellizas de pieles llegaba a la aldea, poniendo en fuga a los atacantes.
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Tras ellos llegó la paloma blanca, que había entregado el mensaje. Caperucita le tendió las manos y el animalito, suavemente, se dejó caer en ellas, con sus últimas fuerzas. Luego, sintiendo en el corazón el calor de la mejilla de la niña, abandonó este mundo para siempre.
EL MUÑECO DE NIEVE
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Había dejado de nevar y los niños, ansiosos de libertad, salieron de casa y empezaron a corretear por la blanca y mullida alfombra recién formada. | ||||||||||||||
La hija del herrero, tomando puñados de nieve con sus manitas hábiles, se entrego a la tarea de moldearla. | ||||||||||||||
Haré un muñeco como el hermanito que hubiera deseado tener se dijo. | ||||||||||||||
Le salio un niñito precioso, redondo, con ojos de carbón y un botón rojo por boca. La pequeña estaba entusiasmada con su obra y convirtió al muñeco en su inseparable compañero durante los tristes días de aquel invierno. Le hablaba, le mimaba...
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Pero pronto los días empezaron a ser mas largos y los rayos de sol mas calidos... El muñeco se fundió sin dejar mas rastro de su existencia que un charquito con dos carbones y un botón rojo. La niña lloro con desconsuelo.
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Un viejecito, que buscaba en el sol tibieza para su invierno, le dijo dulcemente: Seca tus lagrimas, bonita, por que acabas de recibir una gran lección: ahora ya sabes que no debe ponerse el corazón en cosas perecederas.
EL NUEVO AMIGO
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EL HONRRADO LEÑADOR
Había una vez un pobre leñador que regresaba a su casa después de una jornada de duro trabajo. Al cruzar un puentecillo sobre el río, se le cayo el hacha al agua. |
Entonces empezó a lamentarse tristemente: ¿Como me ganare el sustento ahora que no tengo hacha?
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Al instante ¡oh, maravilla! Una bella ninfa aparecía sobre las aguas y dijo al leñador: |
Espera, buen hombre: traeré tu hacha.
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Se hundió en la corriente y poco después reaparecía con un hacha de oro entre las manos. El leñador dijo que aquella no era la suya. Por segunda vez se sumergió la ninfa, para reaparecer después con otra hacha de plata. |
Tampoco es la mía dijo el afligido leñador.
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Por tercera vez la ninfa busco bajo el agua. Al reaparecer llevaba un hacha de hierro. |
¡Oh gracias, gracias! ¡Esa es la mía!
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Pero, por tu honradez, yo te regalo las otras dos. Has preferido la pobreza a la mentira y te mereces un premio.
EL LOBO Y EL ZORRO CUIDADOSO
Un
día, el lobo escuchó que su panza rugía de hambre y le pidió al zorro que lo
acompañe a buscar comida.
El
zorro llevo al lobo a una granja donde había cerditos.
El
lobo agarro uno y el granjero lo persiguió.
El
granjero golpeo al lobo y el corderito se escapó.
Al día
siguiente el lobo le dijo al zorro que seguía con hambre. El zorro lo llevo a
una casa donde había deliciosas tortitas.
De
tanta hambre que tenía, el lobo se abalanzo sobre el plato y ¡crac! Se rompió.
Apareció
la dueña de la casa con un palo de amasar y ¡zas, zas, zas!El lobo salió
cojeando de la casa.
El
tercer día, ¡qué hambre! El lobo le ordeno al zorro que lo llevara a conseguir
comida.
El
zorro le contó que había una bodega donde guardaban carne. Allí fueron el lobo
y el zorro, listos para comer.
En cuanto
llegaron, el lobo empezó a comer y comer esos manjares.
Mientras,
el zorro comía un pedacito de carne y salía y entraba por un agujero. Pero ¿qué
hacía el zorro?
El
zorro estaba asegurándose de que nadie los encontrara…
De
tanto entrar y salir el zorro de la bodega, un campesino fue a ver qué pasaba,
¡y los encontró!
El
zorro huyó, pero el lobo estaba tan panzón que no pudo escapar por el agujero.
¡zas, zas, zas! ¡cuantos escobazos! ¡el lobo resolvió de ahora en más se
ocuparía de su propia comida!
En
un pequeño pueblo, vivía un travieso pastorcito.
El
niño cuidaba a sus animales, pero a veces se aburría.
Y de
tanto que se aburría, sin saber que hacer, un día decidió jugarles una broma a
los pastores mayores.
Como
vio que todos los pastores estaban trabajando muy concentrados, y que sus
animalitos estaban muy bien, grito que venía el lobo feroz.
Asustados,
los pastores corrieron en su ayuda. ¡ja, ja, ja! ¡los engañó! Mientras tanto,
el lobo verdadero estaba descansando…
Poco
tiempo después, el pastorcito estaba nuevamente aburrido y decidió repetir la
broma. ¡ayuda, viene el lobo! Gritó en viva voz.
¡Uf!
Cuando los pastores se dieron cuenta de que fueron engañados otra vez lo
dejaron solo.
Zzzzzz,
mientras tanto, el lobo seguía roncando…
Tiempo
después, una hermosa tarde el pastorcito decidió acostarse para descansar,
mientras sus corderitos comían.
Y
esta vez, ¡el lobo feroz apareció de verdad! Pero, meee, meee, ¡Cuánto ruido
hicieron los animalitos! El pastorcito despertó.
¡Ay!
Desesperado, llamó a los pastores… ¡pero esta vez no le creyeron y se quedaron
trabajando!
El
pastorcito volvió a gritar con mucho miedo. ¡ayuda! ¡ayuda! Por las dudas, los
pastores fueron a ver y, ¡oh, sorpresa! Esta vez si tuvieron que espantar al
lobo feroz.
EL LEÑADOR Y SUS TRES HIJOS
Autor: César
Manuel Cuervo
Érase una vez, un leñador generoso y
bueno, que tenía tres hijos varones. Todos los días del mundo los muchachos
ayudaban a su padre con las labores de la granja: pastoreaban las ovejas,
recogían el trigo listo y plantaban nuevas semillas. Eran en verdad, mozos muy
obedientes y limpios, pero el anciano se lamentaba de su poca fortuna, y echaba
a que su destino sería el de vivir eternamente pobre.
En las mañanas, mientras los
muchachos reían y cantaban camino a la siembra, su padre los observaba sin
embargo con mirada angustiosa, miraba sus ropas descosidas y el sudor corriendo
por sus espaldas, y suspiraba el triste viejo por no poder liberar a sus hijos
de aquella carga y brindarles todo cuanto quisieran.
Así continuó la vida de aquel pobre
hombre hasta que un buen día, mientras observaba las estrellas, apareció de la
nada y se posó en sus hombros un pequeño duendecillo. “Te daré la felicidad que
tanto buscas, buen hombre. Desde ahora serás muy rico, vivirás a plenitud y
nada más”.
Y así lo hizo la criatura mágica.
Agitó su sombrero tres veces en el aire y apareció ante los ojos del leñador un
cofre repleto de monedas de oro. “Soy rico, soy rico” exclamaba con risas el
pobre anciano. “Ah, pero escucha atento mis palabras: dentro de un año, vendré
a buscar exactamente la mitad de todo cuanto tengas. Y nada más” susurró el
duendecillo en los oídos del anciano y se esfumó en el aire.
Cierto es, que el leñador hizo poco
caso a las palabras del duendecillo, y a partir de ese momento, se dedicó a
llenar de placer y alegría a sus hijos. ¡Todo cuanto desearan los muchachos les
era concedido! Carruajes forrados de piedras preciosas, ropas hermosas de la
más fina seda, banquetes llenos de manjares suculentos. Así vivieron por un
tiempo, llenos de lujos y comodidades. Sin embargo, la vida para la familia del
leñador era tan ostentosa, que pronto comenzó a escasear el dinero.
En pocos meses, habían gastado todas
las monedas de oro. Sucedió entonces que los banquetes dejaron de ser tan
enormes, los carruajes se vendieron para pagar las deudas, y los trajes de seda
solo sirvieron para protegerse del crudo invierno. Con el paso del tiempo, la
situación continuó empeorando, el padre lo había perdido todo, incluso la
granja, y su única preocupación se convirtió en dar de comer a sus muchachos.
Una noche oscura, en que el viento
frío arreciaba feroz, el leñador había logrado hacerse con un trozo de pan
viejo para dar de comer a sus tres hijos pues no habían probado bocado alguno
desde hacía casi una semana. Bajo la débil luz de la hoguera, se dispusieron a
repartir el trozo de pan, cuando el padre recordó que se había cumplido un año
exactamente de la visita del duendecillo.
“El duende vendrá a recoger la mitad
de todo cuanto poseo, pero yo solo tengo este trozo de pan viejo. Si mis hijos
no lo comen morirán de hambre” pensaba angustiado el leñador y corrió a
esconderse con los muchachos entre la maleza. Minutos más tarde, apareció una
silueta borrosa y pequeña, dibujada por la luz blanca de la Luna.
“Querido amigo mío ¿Dónde estás? He
venido a concluir nuestro trato. ¿Por dónde andas?” susurraba el duendecillo
entre carcajadas malditas. Cuando descubrió que el leñador se había escondido,
vociferó enfurecido: “Que así sea pues. Has roto nuestro acuerdo y debes pagar.
Tus hijos sufrirán por lo que has hecho, vivirán condenados por maldiciones
indeseables y tú sufrirás por tu traición. ¡Y nada más!”, y dicho aquello agitó
tres veces su sombrero y se esfumó en el aire.
Al ver que el duendecillo había
desaparecido, el leñador salió de la maleza y suspiró aliviado, pero cuando
miró a sus hijos lanzó un grito de dolor desesperado. El más pequeño de ellos,
se había transformado completamente, sus piernas se habían intercambiado con
sus brazos, y andaba de cabeza caminando en todas las direcciones. El segundo
de los muchachos saltaba desenfrenado y huía de una manada de moscas gigantes
que le perseguían a donde quiera que iba. Para el tercero y más grande de los
hijos del leñador, el duendecillo le había maldecido con pies y manos de vidrio
que le pesaban enormemente y apenas podía moverse del lugar.
“¿Qué he hecho?” sollozaba el pobre
padre contemplando el horror en que se habían convertido sus hijos, “Mi
avaricia y mi egoísmo me han traído la desgracia ¡Ay de mis pequeños! ¡Ay de
mis pequeños!”. El leñador daba golpes en la tierra y halaba sus pelos con un
profundo dolor. Entonces, decidió partir en busca del duende para pedirle
clemencia por aquel terrible castigo.
Así anduvo viajando por largo tiempo
el angustiado anciano. Cruzó montañas y lagos, bosques y desiertos. Cuando sus
piernas se agotaban de tanto caminar, llegó hasta la última piedra del mundo,
donde había una casita pequeña. ¡Era la casita del duendecillo! La criatura se
encontraba dentro preparando una suculenta sopa. En un descuido de la criatura,
el leñador echó en la sopa unas yerbas soñolientas, y esperó a que el
duendecillo terminara de comer.
Al cabo de un tiempo, el pequeño
duende quedó profundamente dormido, y el leñador aprovechó para quitarle su sombrero.
Luego salió corriendo a toda velocidad de aquel lugar y regresó de vuelta con
sus tres hijos desgraciados. Sin perder un segundo, el anciano agitó tres veces
el sombrero del duende sobre cada uno de los muchachos y estos volvieron a la
normalidad. ¡Eran los mismos mozos de antes! El leñador inundó su corazón de
alegría, y apretó a sus muchachos en un cálido abrazo. Desde entonces, jamás
deseó riqueza alguna, pues cada vez que contemplaba a sus hijos sabía que ya
tenía todo lo necesario para ser feliz en este mundo.
EL RATÓN Y EL LEÓN
Había
una vez un fiero león que dominaba toda la selva que le circundaba. No en balde
a estos fuertes felinos se les suele conocer como el rey de esos parajes.
Animal
que pasara por algún sitio cercano a él, animal que debía reverenciarlo y
mostrarle sus respetos, si es que quería evitar algún mal momento.
Un día,
tras mucha actividad física, el león se echó en un descampado a tomar una
siesta para reparar sus fuerzas. Estaba tan cansado que cayó en un sueño
profundo tras tan sólo unos segundos.
Mientras
dormía por allí apareció un pequeño ratón muy inquieto y juguetón, al que le
hizo gracia ver a aquel enorme león tirado en medio de la nada y roncando a
pata suelta.
Al
roedor le llamó esto tanto la atención que decidió encaramarse imprudentemente
en aquel bulto animal y empezar a jugar allí. Así, corría de aquí para allá
sobre el cuerpo del león, sin percatarse que sus pasitos hacían cosquillas y
perturbaban el sueño del fiero animal.
A medida
que fue pasando el tiempo para el león se hicieron insostenibles las cosquillas
y despertó abruptamente. Cuando se percató qué era lo que había provocado la
interrupción de su sueño dio un zarpazo tan rápido para atraparlo, que el pobre
ratón no tuvo la más mínima oportunidad de escapar.
De esta
forma el león tenía aprisionado al roedor entre sus garras y violentamente le
preguntó:
-¿Quién
diablos te crees que eres pequeño animal? ¿Acaso no sabes quién soy? ¿Por qué
eres tan imprudente como para interrumpir mi descanso? ¿No aprecias tu vida?
Soy el rey de la selva y todos me deben respeto. Nadie se atreve a molestarme y
menos mientras duermo.
Muerto
de miedo y comprendiendo su osadía el ratoncito pidió clemencia al fiero
animal.
-Lo
siento señor. Juro que no volveré a cometer tal tontería. Le ruego me perdone
la vida y estaré en deuda eterna con usted. Quién sabe si pueda serle útil de
alguna forma en el futuro.
-Útil tú
a mí –dijo el león con sorna. –No seas tonto. ¿Cómo podrá un animal tan
minúsculo como tú ser útil o ayudar a un animal tan grande y poderoso como yo?
Si fuera solo por eso, realmente mereces morir por tus atrevimientos.
-No
señor por favor –rogó el ratón. –Le pido reconsidere su decisión y deje vivir a
este pobre y tonto animalito. Juro que no volveré a molestarlo nunca más.
Al ver
llorar sin medida al pequeño roedor, el león se apiadó de su caso y lo dejó
vivir. Además, estaba tan lleno por el atraco de comida que se había dado antes
de dormir, que realmente un pequeño ratón no haría la diferencia para su
sistema digestivo.
Así lo
soltó, no sin antes advertirle que si se volvía tan osado una próxima vez, no
viviría para contarlo.
Pasaron
días después de esta situación y resulta que en una jornada como otra
cualquiera el león andaba de caza por la selva.
Tan
enfocado iba en una gacela que tenía más adelante, que no se percató de que
estaba yendo directo hacia una trampa hecha por hombres.
Sin
margen para maniobrar y escapar, el león cayó presa de tales artilugios y se
vio de pronto atado por todos lados.
En vano
trató de soltarse y de romper las cuerdas que lo ataban. Por mucha fuerza que
tenía, el amarre estaba hecho con tal ingenio, que la fuerza bruta del animal
no podían hacer nada contra él.
De esta
manera, para escapar y preservar su vida al león no le quedó más remedio que
rugir y gritar en busca de ayuda.
Sin
embargo, asustaban tanto sus rugidos a los animales, que ninguno se atrevía a
acercarse por allí, pues pensaban que el león estaba molesto y acercarse a él
podría ser dañino para su integridad.
Dio la
casualidad que los rugidos fueron escuchados por el pequeño ratón al que el rey
de la selva le había perdonado la vida. El roedor comprendió que algo grave
debía estar pasando por los rugidos, razón por la que sin pensarlo dos veces
acudió en ayuda de Su Majestad.
Al
llegar vio que este estaba completamente atrapado y ofreció su ayuda.
-Señor
león, creo que es momento que le devuelva el favor que usted me hizo cuando me
perdonó la vida. Yo lo liberaré de tales amarras para que no sea víctima del
animal más fiero de todos.
El león,
molesto de que solo hubiese acudido el ratón molesto de aquella ocasión, al
cual no valoraba en absoluto por su escaso tamaño, dijo:
-Te lo
dije una vez y te lo vuelvo a decir. Nada puede hacer un minúsculo animal como
tú para ayudarme a mí, el animal más fuerte de esta selva.
-Pues
veremos –replicó el ratón, que sin dejarse amilanar se afiló los dientes y la
emprendió a mordiscos contra la cuerda principal del amarre.
Tan
buenos son los ratones mordisqueando y desgatando lo que se propongan, a pesar
de su tamaño, que tras solo unos minutos de haber empezado su faena pudo vencer
el grosor de la cuerda y liberar al león.
Este,
entre sorprendido y agradecido, no tuvo más remedio que pedir perdón al roedor
por sus comentarios y dar gracias por haberle salvado la vida.
Había
comprendido de una vez y para siempre que en esta vida todos somos importantes
y podemos ser útiles, sin importar nuestro tamaño o fuerza. Lo único que
importa es el deseo y el empeño que le pongamos a aquello que nos mueve.
Por
supuesto, desde ese día el ratón y el león de nuestra historia fueron muy
buenos amigos. Andaban juntos siempre. El león le facilitaba alimentos al
roedor, mientras este exploraba primero por él para ver que no hubiese trampas
en el camino y si el felino caía en una, pues lo liberaba con su importante
habilidad.
LA REINA DE LAS ABEJAS
Autor: Hermanos Grimm
Valores: ayudar, gratitud, respeto por los animales
Érase una vez un rey que tenía tres hijos. Los
mayores eran muy aventureros, tanto que un día decidieron abandonar el palacio
donde vivían para ir en busca de aventuras. Fueron de acá para allá,
disfrutando de una vida sin responsabilidades ni obligaciones. Tanto les gustó
su nueva vida que decidieron no volver jamás a casa.
Un día el hermano pequeño, al que todos llamaban “El bobo”, decidió ir a buscar a sus hermanos mayores para unirse a ellos. Cuando por fin el hermano pequeño encontró a los mayores, estos se burlaron de él, pero finalmente se fueron todos juntos. Al rato llegaron a un hormiguero. Los dos mayores quisieron revolverlo para ver cómo las hormigas correteaban asustadas de un lado a otro, pero el bobo les pidió que las dejaran en paz. Los mayores accedieron y siguieron el camino. Al rato llegaron a un lago donde había muchos patos. Los mayores quisieron cazar algunos, pero el bobo les pidió que los dejaran en paz. Una vez más, los mayores accedieron y siguieron el camino. Finalmente, los tres hermanos llegaron a una colmena cargada de miel. Los mayores querían acabar con las abejas prendiendo fuego bajo el árbol y así poder coger la miel. El bobo, una vez más, les pidió que dejaran en paz a las abejas. Los mayores accedieron y continuaron caminando. Al rato, los tres hermanos llegaron a un palacio en el que solo había un montón de caballos petrificados. Juntos recorrieron el edificio hasta encontrar una puerta que tenía tres cerrojos. En mitad de la puerta, había una mirilla y por ella se podía ver lo que había dentro. Los hermanos miraron y vieron a un hombrecillo gris sentado a una mesa. Lo llamaron a voces una vez, pero no los oyó. Lo llamaron una segunda vez, pero tampoco contestó. Cuando llamaron por tercera vez, el hombrecillo se levantó y salió. Sin decir ni una palabra, los agarró y los condujo a una mesa llena de exquisitos manjares. Después de comer, el hombrecillo llevó a cada uno de ellos a un dormitorio, donde durmieron plácidamente. Por la mañana, el hombrecillo entró en el dormitorio donde dormía el mayor, le hizo señas con la mano y lo llevó a una mesa de piedra, sobre la que estaban escritas las tres pruebas que había que superar para desencantar el palacio. La primera prueba consistía en buscar las mil perlas de la princesa que estaban en el bosque, debajo del musgo, y llevarlas al palacio antes de que se hiciera de noche. El hermano mayor fue a buscarlas. Cuando anocheció solo había encontrado cien perlas, así que quedó convertido en piedra. Al día siguiente, el hombrecillo fue a buscar al segundo hermano y le encomendó la misma tarea. Pero como al anochecer solo había conseguido encontrar doscientas perlas quedó convertido en piedra también. Entonces llegó el turno del hermano pequeño, del bobo. Este, al ver lo difícil que era la tarea, se sentó en una piedra a llorar. El rey de las hormigas, que lo había seguido para darle las gracias, lo vio llorar. En agradecimiento por haber salvado su colonia fue a buscar a sus hermanas hormigas y, entre todas, encontraron las perlas y las llevaron al lugar acordado. Pero todavía quedaban dos pruebas más. La segunda prueba consistía en sacar del mar la llave de la alcoba de la princesa. El bobo, asustado, se puso a llorar. Entonces se acercaron nadando los patos a los que él una vez había salvado, que le habían seguido para darle las gracias. Los patos se sumergieron en el mar y sacaron la llave del fondo. Solo faltaba una prueba para deshacer la maldición. La prueba consistía en escoger a la más joven de las tres durmientes hijas del rey. Pero las tres eran exactamente iguales. Lo único que se diferenciaban era que la mayor había tomado un terrón de azúcar, la segunda sirope y la menor una cucharada de miel. Para encontrar a la pequeña solo había una manera: identificar el olor de la miel en el aliento de las niñas. Pero como el bobo no diferenciaba entre los tres olores dulces de la miel, el sirope y el azúcar se puso a llorar. Entonces llegó la reina de las abejas, que lo había seguido para darle las gracias y se posó en la boca que había tomado miel. De este modo, el bobo reconoció a la más pequeña de las princesas. En ese momento se deshizo el encantamiento y todo volvió a la normalidad. El bobo se casó con la más joven de las princesas, que era también la preferida del rey, que los nombró herederos de la corona.
Los otros dos hermanos se casaron con las otras dos
princesas y ayudaron a su hermano a reinar, olvidándose de su
antigua vida de holgazanería.
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